Y allí estaba yo, observándola durante horas.

Allí la vi tirada en el suelo. Había abierto la nevera vacía, y desencantada por no encontrar nada en su hueco preferido de la casa, se dejó caer lentamente, arrastrando su espalda por el frigorífico hasta caer al suelo.

Y allí estaba yo, observándola, como cada día, sin que se diera cuenta. Y es que una de las cosas que más me fascinaba de ella era su ausencia. Podrías pasarte horas observándola desde la ventana y jamás se daría cuenta. ¿No me crees? Prueba. Pero te advierto que una vez que la mires, no podrás evitar volver al día siguiente.

Te cansarás, al rato, de verla llorar durante horas y decidirás marcharte. Oh amigo. Cuan equivocado estás si piensas que no pasarás mañana por la misma calle y te pararás a observarla, durante otro buen rato.

Y allí estaba yo, viéndola llorar en el suelo. Porque otras cosas no, pero llorar era lo que mejor se le daba. Me sorprendía cada día de que no tuviera la cara llena de surcos, que el agua salada de sus lágrimas no le hubiera erosionado la piel todavía.

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